Qué bonito es vivir en el camino y liberarse de los miedos.
Qué feliz reencontrar la inspiración en tus miradas
y recordar mi infancia, cuando viajaba a los ríos y a las
montañas, para jugar a ser poeta y a imaginarte,
escribiéndote poesías cuando aún no te conocía,
con mi libreta, mi lápiz de carbón y mis sandalias rotas.
Y después volvía a casa y creía construir palacios.
Dibujaba siempre un campo de girasoles alrededor,
y nunca había sabido muy bien por qué. Hasta ahora.
También recuerdo que en el patio de mis abuelos,
había unas placas de mármol, que entonces me parecían
enormes. Y cuando mirábamos qué había detrás,
siempre encontrábamos un montón de caracoles dormidos.
Y yo echaba a correr a los brazos de mi abuela
porque no me gustaban, mientras me iba girando
para saber si me perseguían con sus casas ambulantes.
Pero ellos permanecían allí, quietos y juntos, como
planeando una invasión a las flores de mis dibujos.
Por las de los tuyos no te preocupes, que yo las cuido.
Tengo tres. Se están haciendo enormes, de verdad.
Cada día las riego y les hablo, como tú me dices.
Y puede que no te lo creas, pero ellas también me
hablan de ti, y nos pasamos horas debatiendo cuál
será tu próximo color de pelo mientras nos reímos.
Las flores te quieren porque eres como ellas,
haces lo imposible para encontrar el sol cada día,
y se lo haces descubrir a quien vive entre nubes,
como el niño del que te hablaba.
Por eso ahora es primavera en mí, y no necesito
más que agua, luz y unas palabras tuyas
para echar raíces en tus mejores recuerdos.
Y así, florecer.