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miércoles, 19 de septiembre de 2012

Hace tres años me pidió que dejara de quererla. Quizás por miedo, quizás porque no podía querer a otra persona sabiendo que yo la seguía esperando. Hace tres años me vi perdido y sombrío. Me vi mis lágrimas, después de mucho tiempo sin recordar su sabor. Y me vi famélico, dispuesto a morir por mi causa, que no era más que una consecuencia. La de ser consecuente con el deseo que me asolaba, con la desolación que sentí la única vez que, inesperadamente, la vi abrazar con su mano a otra mano que no era la mía, y con la sorpresa al descubrir que todo aquello no era suficiente para rendirme. Nunca tuve fuerzas para hacerlo. Simplemente no las tuve, aunque aquel fuera el otoño de mi vida, donde se me cayeron todas las hojas y perdí el aroma que tanto me gustaba compartir. Me fui acercando al precipicio, y muchas noches pensé: "hoy salto", y sin embargo, cuando quería dar el último paso no podía más que avanzar la mitad de la distancia que me separaba del abismo. Había algo allí que me lo impedía, y así nunca pude entregarme al olvido.
Y en el peor momento, cuando todo parecía perdido, volvió a aparecer. 
Esta vez tal y como la recordaba. Ya no me hablaba de desamor, sino que sus ojos tenían sed y buscaban a los míos. ¡A los míos! ¿Te das cuenta? 
Y dos semanas después llegó la noche más feliz de mi vida. 
Nunca he sabido escribir sobre aquello. Todavía no he encontrado las palabras que le hagan justicia a tal derroche de alegría. Fue la noche que volé por primera vez, improvisando. Y sin darnos cuenta llamó a su ventana el amanecer, y nació a la vez un nuevo día, un nuevo mes, un nuevo año, un nuevo lustro, una nueva década y una nueva primavera al sur de mi alma. Allí donde todo parecía yermo empezó a brotar la ilusión. Y me devolvió en un instante todo lo que se había llevado, que no era más que un corazón torpe y extraño, pero al fin y al cabo era el mío. Lo pienso ahora y me tiemblan los huesos. Me hubiese quedado a vivir en aquella cama de colcha infantil, que aunque los pies al final de mis piernas encogidas tocaran su armario, era para mí una luna entera por recorrer. Después seguí improvisando. Todo era nuevo para mí. Ella me iba guiando con su relativa experiencia, y yo iba pisando con cautela cada nuevo día a su lado, por el miedo a que descubriese que no tenía la más remota idea de cómo conseguir que sintiese lo mucho que la amaba. 
Y el miedo me traicionó.
La segunda vez que me pidió que dejara de quererla me enfadé mucho. No tanto por ella, sino por haberme precipitado yo mismo a la misma situación de nuevo. Por haberla obligado a decir basta, después de saber con absoluta certeza que ella era la que vuela y que la iba a querer hasta que me muriese. No cabían más culpas en mis manos y todos los tangos parecían escritos para mí. Me supliqué a mi mismo dejar de perseguirla e irme lejos, para que pudiese vivir en paz y recuperar el tiempo que le había robado. Me posé otra vez frente al acantilado, pero hasta en aquella soledad llegó su ayuda. Cuando rompí a llorar delante de mi familia comprendí que me guiaba aún en su ausencia. Me ayudó a liberarme, a poder decirle a mis padres que, igual que a ella, no tenía ni idea de quererles, pero que les quería. Que no tenía ni idea de hacia dónde encaminar mi vida, pero que soy una buena persona. Que necesitaba que me perdonaran. Y me maravilló. Tuve que volver aunque precipitadamente a contarle que la vida sin ella no tenía sentido. Y caí de golpe en todos los tópicos que siempre me habían parecido irreales. Y le encontré el verdadero sentido a todos los poemas que hablaban de amor y distancia. Y me volví a enamorar de Benedetti. Y la vi a ella escondida en su corazón coraza y se lo quise arrancar precipitadamente, ahora que sabía ser yo mismo y me sentía capaz de hacerla feliz de nuevo. Volvimos a volar juntos, sin embargo, arrastrábamos demasiado peso, y esta vez fue la prisa mi error.
La última vez que me pidió que dejara de quererla yo sabía perfectamente que no iba a ser capaz. Pero esta vez no me entregué a mis viejos errores. 
Dejé de cargar mis enfados, culpas y auto-compasiones. Alguien me dijo que el amor que sentía por ella era surrealista, demasiado loco y novelesco, demasiado intenso. Lejos de entenderlo como un atenuante a mi actitud, lo acepté como la razón por la que soy lo que soy. Y me liberé completamente. Sin enfados, sin reproches ni malos recuerdos. Aprendí a no necesitarlos. 
Dejé de necesitar que me recordase lo importante que era para ella. En su ausencia me hizo estar orgulloso de ser quien soy. Algo de lo que ni yo mismo supe convencerme nunca. Me recordó que soy un soñador y que no sé rendirme. Que en el fondo sólo soy un niño que quiere jugar a su lado, aunque a veces me disfrace de poeta para aclarar mis pensamientos. De sus silencios absorbo más energía que de todas las palabras que hay en los libros de mi estantería. Es algo que nadie ajeno al sentimiento puede comprender. Perdí el miedo, aprendí a bancarme el amor y me abracé a la esperanza de saber que aunque frágilmente, algunas noches todavía remaba hacia mi recuerdo, y me encontraba en algún que otro sueño. Y aunque doloroso, fue un otoño feliz esta vez. Hace diez días volví a hablar con ella. Con ella de verdad. Y ya no me hablaba de dolor, sino de recuerdos felices. No necesito más que eso. 
No necesito que me reserve su cama. No necesito arrastrarla a mi lado. 
Puedo seguir queriéndola sin tenerla. Puedo verla sin abrir los ojos. 
Hemos volado juntos. ¿Qué más se puede pedir?



domingo, 16 de septiembre de 2012


"Les Tournesols" es posiblemente el café más concurrido de París. Por sus mesas se van sucediendo burócratas, pintores y poetas, bailando un vals de prisas, risas y musas. Poco antes de las ocho entra una hilera de niños a comprar su desayuno. Se posan impacientes con sus uniformes marrones y sus macutos de piel desgastada. Del otro lado, Clémentine va envolviendo los croissants y brioches y se los va entregando en mano con suma delicadeza. Poco después repican las campanas de Notre Damme, los pequeños cruzan La rue de les fleurs y se acercan al "Lycée Victor Marie Hugo".
A todo esto, el astronauta reposa pensativo en una de las mesas del café, apoyado en la ventana, observándoles entrar en el colegio entre gritos y empujones mientras remueve la cucharilla del café.
Ya poca gente recuerda su auténtico nombre, y no importa. Es conocido por su costumbre de sentarse siempre en la misma mesa a la misma hora, sacar su libreta estampada, su pluma negra y pasar los minutos contemplando la vida del café. Al entrar y dejar el abrigo, Clémentine le saluda y sirve el desayuno del día. Le resulta un tipo misterioso, con su mirada intrigante y su mente volátil, siempre ocupada en poesías y cuentos. Sabe de él que está escribiendo un libro de relatos. A veces le resulta hipnótico, allí concentrado, haciendo danzar la pluma por los papeles desordenados que va esparciendo entre las tazas y los platos. Lleva dos meses leyendo su libreta de reojo cuando limpia las mesas cercanas a la suya. Le gustaría ayudarle, pero no se atreve a hablarle más allá de las formalidades por miedo a molestarle. Lo último que sabe es que escribe acerca de una mujer que acude al café cada mañana. Mientras pasa el trapo por el mostrador, le ve a lo lejos sonriente, mirando a través del cristal, cautivado por la joven sentada del otro lado, en una de las mesas de la terraza. Clémentine se pregunta qué habrá visto el astronauta en aquella mujer. ¿Por qué ella? con toda la gente extravagante que frecuenta "Les Tournesols"... Lo que Clémentine posiblemente desconoce es que si la viera con sus ojos se enamoraría de ella. Más allá de su pelo brillante hay algo que no alcanza a descubrir. Analiza su rutina, cuestionándose qué habrá de poético en todo ello, y le sirve el café como ella se lo pide. Debe ser la única chica en todo París que toma el café en vaso y no en taza. El astronauta la observa abriendo los dos sobrecitos de azúcar y vertiéndolos con paciencia. Después, hace circular suavemente la cuchara por los bordes del vaso con un ritmo tranquilo. Al terminar, da un pequeño sorbo y busca un cigarrillo en su bolso. Cuando lo encuentra, lo coloca entre sus labios y lo prende mientras lo cubre con sus manos. Una vez ha soltado el humo, baja el cigarrillo hasta la altura de su cintura y lo sigue quemando, aunque ya esté encendido. Clémentine puede ver al astronauta absorbido por sus movimientos, e imagina qué extraña historia estará creando a su alrededor. De repente ya se han ido. De la mesa del astronauta recoge las migas de la medialuna y la taza. Después, se acerca a la mesa de la joven, la recoge también y acerca la bandeja hasta el mostrador. Cuando la deja, descubre algo atrapado entre el vaso y el plato de porcelana de la mujer misteriosa. Son los sobrecitos de azúcar, introducidos uno dentro del otro con esmero y elegancia. Fascinada, se los guarda en el bolsillo y sigue atendiendo a los clientes, desconocedora de ser el hilo conductor de la historia más importante del astronauta. La historia de su luna. De su lunar. 
Anclado a la mesa en la que le escribió esta canción:

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Copyright 2010 El coleccionista de silencios.