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miércoles, 16 de octubre de 2013















Heredé de mi padre un silencio
que hablaba, de cuerpo presente,
sobre el amor y sus ventanales.

El primero en abrirse, contaba,
lo embiste una rosada ventisca,
que en su cromatismo arrastra 
el aroma que el otro nos ofrece.

Aroma que puede a su antojo
apuntarnos el alma con el dedo 
y hacernos de la misma carne
que una nube, que un pájaro.

Y es el perfume de quien hemos amado,
aunque a veces diluido a recuerdo
en el agua ajena que es un charco propio,
el puente intacto al bombardeo del olvido,
que mientras nos enfría el pecho,
justifica nuestra revolución
contra las corrientes razonables,
que nos tratan de afluente
y quieren conocernos, 
al fin desconocidos,
y cerrarnos la boca del estómago 
y la de los besos,
encenizándonos los labios y la voluntad.

Y cuando dentro de unos años la acaricie ya dormida
y me baje de la cama y le escriba este poema,
y se me empape alguna que otra entraña
intentándomela arrancar de la piel,
me dejaré llover entero.

Y como las flores después de la lluvia,
cuando las gotas bailan en sus panzas
precipitándose al filo del pétalo,
la fragancia será en mí lo que yo he sido en vos.

Sonríe al mundo mujer,
que con una miga de tu amor
erradicabas el hambre de toda la humanidad.


 

Copyright 2010 El coleccionista de silencios.