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lunes, 16 de diciembre de 2013

Hace cuatro años, nací frente a los escalones de una iglesia. Los luceros salpicaban la bóveda que cubre  el orbe en la tardía negrura. Yo me recuerdo, y es extraño... La única experiencia semejante es la de despertar de un sueño apareciendo en otro, pudiendo evocar en él el anterior. El letargo de conciencia se desvaneció frente al detalle y me descubrí sentado ante la mujer. Ella no era mi madre, sino la vida que estaba acogiendo, el propio regalo. Como todo nacimiento, no prestaba opción; me eligió y nació junto a mí. Recuerdo estar contemplando las piedras al fondo. Eran cuatro, nunca lo olvidaré. Tres de ellas resultaban ordenadas en una perfecta armonía vertical, y la última las protegía de las corrientes del verde mar. ¡SALTÉ! No hubieron dudas, no existía el temor, yo no lo conocía. Salté con las manos abiertas y estiré los brazos todo lo que pude. Me empapé. Me empapé el alma, los labios, las mejillas, los desiertos. Me mojé los huesos y las tripas. Mi vida me fue entregada con la primera gota que me abrazó la carne. Allí donde acababa de nacer no existía la gravedad, si yo les digo que empecé a caer en picado no me imaginen en este mundo, en el hogar de las piedras no había arriba ni abajo. Una vez recibida la existencia, el misterio que custodian se conoce como el primer enigma del hombre. Algunos creen que cuando acaricie la arena del fondo y las tenga en la mano, despertaré del sueño y moriré. Yo más bien pienso que ellas son mi utopía, mi razón última. En todo caso, si las alcanzara y muriese, dejaría de ser, y por tanto no podría probar haberlas rescatado. La constelación de las piedras nos desvela la solución. La mirada, aquella mirada, resulta ser infinita, también cuando duerme.




 

Copyright 2010 El coleccionista de silencios.