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lunes, 5 de julio de 2010

Desde pequeño hasta hoy, siempre tuve la costumbre de cerrar los ojos para evadirme. Sin querer darme cuenta llegaba a mundos inimaginables apretando fuertemente mis párpados, lo más fuerte que mi umbral de dolor permitiese. Éste es un secreto que nunca revelé a nadie, excepto a Soto, por puro compromiso de cuentista.

De repente, despertó sin sospechar lo que estaba sucediendo.
Soto tenía la heredada costumbre de demorarse largo rato tumbado en la cama al compás del amanecer. Su ritual consistía en mantener los ojos cerrados durante los instantes posteriores a su despertar. Era su mejor momento del día, pensaba en sus compromisos (si los había) y hacía su propia lista mental de todo lo que pretendía realizar en la jornada que recién empezaba.
Aquella mañana la inició con una sonrisa de oreja a oreja, puesto que volvería a ver a la mujer de pamela roja que había conocido dos noches antes en el Jazz Salon de la zona oeste con Gillespie sonando de fondo. Desconocía su nombre, lo cual sumaba misterio e intriga a una cita que ya de por sí se le antojaba apetecible. No le preocupaban las formalidades. En aquella calma matutina no se preocupaba por el traje que luciría para la ocasión, ni en recursos conversacionales dignos de convención comercial, a los que solía criticar en sus reuniones sociales, siendo éste a la vez, uno de sus recursos conversacionales preferidos.
Toda su atención la centraba pues, la hora y el lugar de su reunión. Los párpados se rozaban cada vez con más ímpetu. Era uno de sus ejercicios predilectos. Finalmente, los apretaba enérgicamente, protegiendo su cuenca ocular cual fortín. Ésta era una manía que conservaba desde crío, y era tal la potencia que aplicaba a su extravagancia que unos extraños puntitos llenos de misterio aparecían en la visión interna de sus córneas, ofreciéndole una danza coreográficamente digna del mejor cabaret de la ciudad. En la pizarra de su visión herméticamente cerrada era capaz de dibujar cualquier figura que se le antojase y allí se consolidaba, se tornaba una realidad innegable a su mente, mucho más cercana que cualquier pensamiento imaginativo. Las primeras veces que lo hizo se sintió confuso al ver que la oscuridad tardaba en desvanecerse tras abrir los ojos. Llegó a pensar que dicho ejercicio realizado de manera prolongada podía causar daños oculares irreversibles, pero tras un tiempo coqueteando con tan macabro pensamiento, decidió entregarse a semejante tarea de libertad artística (como a él le gustaba llamarlo), aunque le costara asimilar la idea de sentirse más libre con los ojos cerrados que abriéndolos de par en par.
Involuntariamente, detuvo su quehacer sensorial para focalizarlo hacia su sistema auditivo. Soto era de respiración silenciosa y lenta, pero una extraña variación acababa de interrumpir su ya detallado ritual. Caviló y dudó durante unos instantes, incluso meditó detener prematuramente búsqueda de paz espiritual diaria. En cualquier caso atribuyó la escucha a un lapsus de su oído y se entregó nuevamente a lo que realmente le interesaba.
Tras diez segundos de intensa presión en los párpados, empezó a reconocer aquellos puntos que tan buenos recuerdos y momentos supieron aportarle. Aquella mañana supo de antemano lo que quería presenciar en su “show” de colores y formas. Empezó imaginando una elegante silla, tallada en ébano de estampa señorial e imponente. Al lado apareció una mesita de noche esculpida en marfil, con cajones revestidos en madera de roble con una luz tenue de esas que tantos inolvidables momentos había bañado de intimidad y confidencia.
Celebró en su imaginar el buen rumbo del que hacía gala su itinerario introspectivo, pero sin aviso ni intención por su parte, la luz tenue se apagó y todo quedó oscuro. Soto se molestó y dispuso a abandonar su rutina, cuando impactantemente, la luz reapareció ofreciendo el triple de claridad que en su anterior aparición. Y adivinen quién presidia la silla; la mujer de pamela roja apareció como aparecen los ángeles, desnuda, sin más abrigo que el de la prenda que la caracterizaba, inocente y desprevenida, con una sonrisa cómplice, el mejor desayuno que Soto hubiese sabido imaginar.
En el preciso instante en que los ojos cerrados del sujeto miraban fijamente las esmeraldas que eran los de la mujer, la luz hizo un fallo repentino que dejó la habitación a oscuras durante unas milésimas de segundo. Cuando por fin pudo observar de nuevo a la mujer, un escalofrío acompañado del sudor más helado recorrió su espalda.
La expresión facial de la mujer se había tornado siniestra, digna de la peor pesadilla inventada por una mente. El miedo se apoderó de Soto, que deseó con todas sus fuerzas regresar a la anterior escenificación que tan buen momento le ofreció y olvidarse del grotesco espectáculo que se mostraba ante él. La mirada profunda y tétrica de la mujer gritaba y gemía como si en su interior engendrase el peor dolor entremezclado con tristeza que una criatura hubiese conocido jamás. El sujeto escuchaba sus gritos que poco a poco se iban transformando en un llanto insufrible y desconsolado. Cuando quiso abrir los ojos, el seguimiento de las acciones se erigió en su contra y lo impidió. La mujer sombría abrió lentamente el cajón de la mesita de marfil e introdujo su mano en él. Cuando la extremidad regresó a la claridad, lo hizo acompañada de una Colt 9mm.
Soto se sentía destrozado. Su aventura había llegado hasta extremos que nunca alcanzó a sospechar. Por primera vez, empezaba a dudar de cuán ficticio era el montaje que, presuntamente, había creado su cerebro. La mujer no articuló palabra alguna, pero el llanto retumbaba cada vez con más potencia en la alcoba. Se podía sentir la vibración en las paredes, las ventanas y sobretodo en la cama, sobre la que Soto se mantenía recostado tras haber elegido un cojín como medio de protección ante los actos ajenos; cojín que le tapaba discontinuamente la visión de la tremebunda imagen presenciada.
Cuando ella empezó a caminar apuntándole entre los ojos sintió náuseas inmensamente puntiagudas en su estómago. Intentó por enésima vez escapar de su guión, sin éxito.
Sus pensamientos se vaciaron por completo, apenas quedaban esperanzas de reconducir la situación. Entre gritos de desconsuelo la mujer llegó a su lado y se acomodó con las piernas por fuera de las del sujeto, presionándolas mientras acariciaba la muerte residente en el gatillo de la pistola. El llanto empapó el pijama de aquel hombre y los gritos perforaron sus tímpanos. En el mar de crueldad de su visión no pudo más que ahogarse cuando cerró fuertemente sus párpados ya cerrados y sintió el leve “click” del gatillo y el cañón retrocediendo.
Todo olía a sangre, tal vez por ello no supo descansar en paz.
Así despertó, sin sospechar lo que estaba sucediendo.



David Rebollo Genestar

1 comentarios:

Irene dijo...

gamba con mil y un secretos

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