Desde la cornisa susurraban unas y otras en tono burlesco, esperando que Blanca volviera. Pero ya era demasiado tarde; Blanca había decidido morir volando.
Cuánto desapego pegado a mi tuétano. Esa falsa modestia tan poco falsa, tan real y presente. Desorientado en un invierno que ya se cuenta por décadas. Esas ocho tres de la mañana por noche. Este coche que rompió sus retrovisores, el mismo cochecito que mecía mis esperanzas soñolientas. Y allí estaba yo, sentado dentro, mirando hacia delante, sin saber que el futuro me esperaba detrás.