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martes, 19 de octubre de 2010




Debiste aclarar que en los conflictos ideológicos sólo luchan las ideas.
Debiste estipular que las manos deben unirse a manos y no a gatillos.
Debiste olvidarte de repartir el hambre.
Debiste acordarte de repartirlo mejor.
Debiste desmentir proclamas en tu nombre.
Debiste cambiar tu nombre por el de libertad.
Debiste deshacernos a tu imagen y semejanza.
Debiste tratar mejor a los poetas.
Debiste recordarnos que el cielo está en la tierra.
Debiste impedir que el infierno también lo estuviese.
Debiste abrirnos los ojos y las puertas.
Debiste cerrarnos los odios y el dolor.
Debiste darnos la confianza de no necesitarte.
Debiste explicar que no existes. No lejos de un corazón.





Debiste remarcar la importancia del libre albedrío, 
                  pues se impuso la del libre mercado.





David Rebollo Genestar



lunes, 26 de julio de 2010

Contaban que el día de su graduación en esencialismo, aquel cronopio de Julio se dispuso ante el rector del mundo que habitaba y se interesó prudente:
- Señor, ¿por qué repartieron tanto orgullo? ¿Y por qué tan poca libertad?
¿Por qué tanto hambre y escasa solidaridad?
El rector extrañado trató de elaborar una respuesta que de bien seguro convencería al cronopio. - Verás amigo, todos los elementos del mundo a los que el humano alcanza se rigen por una ley que no está escrita, pero hace con ellos los balances justos: la ley de la oferta y la demanda. Así pues, si por ejemplo, la libertad tuviese mucha demanda, lo justo sería subir su precio.
El cronopio miró extrañado, como sin comprender una sola palabra de lo que el rector le exponía - Y digo yo, señor rector, ¿no sería más justo repartir todos los derechos que nos quedan y dejar de traficar con amor? - El rector frunció el ceño y giró la cabeza mientras murmuraba entre dientes: "otro comunista...".

David Rebollo Genestar
Cronopio soñador

miércoles, 21 de julio de 2010

Aquella fue la noche más luminosa de todo el otoño. El temporal azotaba ferozmente la vegetación tras el cristal. Mis sentidos no daban crédito ante el espectáculo natural que presenciaba. Los relámpagos me fascinaban, causaban en mí un torrente de imaginación desbordada del que nadie me podía secuestrar. Recuerdo que con mamá contábamos los segundos que separaban a los truenos durante la cena para saber si la tormenta se acercaba o por el contrario, empezaba a desvanecerse. Pues bien, aquella noche el silencio se acortaba trueno tras trueno. De hecho, cuando me fui a la cama todavía seguía acercándose la tormenta. Al verme en la soledad de la oscuridad más iluminada y sonora, me sentí sumamente desprotegido y rápidamente llamé a mamá a la habitación. Cuando entró, con el delantal y un trapo entre las manos, me eché encima de ella en busca de resguardo. “Papá llegará de un momento a otro” me dijo, y me volvió a acostar, intentando desquitarme de mis temores. Yo, por tal de no molestarla más mientras preparaba la cena de papá, me estiré de nuevo y cerré fuertemente los párpados mientras me tapaba completamente con la sábana. Al poco llegó papá. Mamá le ofreció la cena y se retiró a su habitación. El comedor quedaba lejos y no alcancé a escuchar ni una sola palabra de su conversación. Aquella noche, papá cenó con gran rapidez. Cuando escuché cómo cerraba el grifo tras lavar la cubertería, supe que era mi momento. Empecé una cuenta atrás desde tres. Cuando estaba a punto de enunciar el cero, la puerta entreabierta se desplazó lentamente y tras ella apareció papá que se acercó sin hacer mucho ruido al borde de la cama. Me asomé y vi su gesto cansado y cálido. Tras un suspiro profundo no supe más que decirle: “Papá, tengo miedo, éste mal tiempo no acabará nunca…” a lo que él respondió con una caricia, un silenció tranquilizador y un beso de buenas noches. Por absurdo que parezca, éste método siempre fue el mejor para mi nerviosismo puntual. Tras esto me relajé y escuché atentamente la llegada de mi padre a la habitación. El fino muro que nos separaba ayudó a que escuchase todo lo que allá ocurría, a pesar del estruendo exterior. Recuerdo perfectamente como entró sigiloso y se acurrucó al lado de mamá por si ella dormía, y al ver que no lo hacía, suspiró profundamente y dijo algo así como “Despidieron a otro. Tengo miedo, éste mal tiempo no acabará nunca...” Lo último que pude escuchar fue la caricia y el silencio de mamá. El beso lo sentí también en mi mejilla.

David Rebollo Genestar


miércoles, 14 de julio de 2010

La magia caprichosa del lenguaje puede dar lugar a muy curiosas expresiones incongruentes. Éste hecho reafirma su controversia cuando se enmarca en la pasión más arcaica. Quién no escuchó, leyó o enunció expresiones tales como “están hechos el uno para el otro”.
Supongamos que fue la desatención quién vendó los ojos y oídos de los que jamás avistaron la inadecuación de la expresión, y que ninguno de nosotros renunció al hechizo de entregarse.
Entregarse en cuerpo y alma a la transformación que otra persona pueda provocar en nosotros, y de la misma forma, aceptar con responsabilidad el rol de artesano que se nos otorga al amar, incluyendo la oportunidad de moldear con libertad el espíritu que nos abraza desprotegido.
¿Acaso no es esa la magia de la relación? La capacidad individual de rehacer un todo, de deshacer la nada para convertirla en besos y caricias, de cambiar personas y dejar huellas imborrables en el asfalto de los corazones más urbanos y en la arena de los más desiertos...
Pensar que "estamos hechos” para amar a alguien concreto implicaría aceptar la predestinación, algo imperdonable para un defensor de la libertad en cualquiera de sus grados y orillas.


Ya lo dijo Cortázar en Monmartre;
“No haremos el amor, él nos hará…”


David Rebollo Genestar



lunes, 5 de julio de 2010

Desde pequeño hasta hoy, siempre tuve la costumbre de cerrar los ojos para evadirme. Sin querer darme cuenta llegaba a mundos inimaginables apretando fuertemente mis párpados, lo más fuerte que mi umbral de dolor permitiese. Éste es un secreto que nunca revelé a nadie, excepto a Soto, por puro compromiso de cuentista.

De repente, despertó sin sospechar lo que estaba sucediendo.
Soto tenía la heredada costumbre de demorarse largo rato tumbado en la cama al compás del amanecer. Su ritual consistía en mantener los ojos cerrados durante los instantes posteriores a su despertar. Era su mejor momento del día, pensaba en sus compromisos (si los había) y hacía su propia lista mental de todo lo que pretendía realizar en la jornada que recién empezaba.
Aquella mañana la inició con una sonrisa de oreja a oreja, puesto que volvería a ver a la mujer de pamela roja que había conocido dos noches antes en el Jazz Salon de la zona oeste con Gillespie sonando de fondo. Desconocía su nombre, lo cual sumaba misterio e intriga a una cita que ya de por sí se le antojaba apetecible. No le preocupaban las formalidades. En aquella calma matutina no se preocupaba por el traje que luciría para la ocasión, ni en recursos conversacionales dignos de convención comercial, a los que solía criticar en sus reuniones sociales, siendo éste a la vez, uno de sus recursos conversacionales preferidos.
Toda su atención la centraba pues, la hora y el lugar de su reunión. Los párpados se rozaban cada vez con más ímpetu. Era uno de sus ejercicios predilectos. Finalmente, los apretaba enérgicamente, protegiendo su cuenca ocular cual fortín. Ésta era una manía que conservaba desde crío, y era tal la potencia que aplicaba a su extravagancia que unos extraños puntitos llenos de misterio aparecían en la visión interna de sus córneas, ofreciéndole una danza coreográficamente digna del mejor cabaret de la ciudad. En la pizarra de su visión herméticamente cerrada era capaz de dibujar cualquier figura que se le antojase y allí se consolidaba, se tornaba una realidad innegable a su mente, mucho más cercana que cualquier pensamiento imaginativo. Las primeras veces que lo hizo se sintió confuso al ver que la oscuridad tardaba en desvanecerse tras abrir los ojos. Llegó a pensar que dicho ejercicio realizado de manera prolongada podía causar daños oculares irreversibles, pero tras un tiempo coqueteando con tan macabro pensamiento, decidió entregarse a semejante tarea de libertad artística (como a él le gustaba llamarlo), aunque le costara asimilar la idea de sentirse más libre con los ojos cerrados que abriéndolos de par en par.
Involuntariamente, detuvo su quehacer sensorial para focalizarlo hacia su sistema auditivo. Soto era de respiración silenciosa y lenta, pero una extraña variación acababa de interrumpir su ya detallado ritual. Caviló y dudó durante unos instantes, incluso meditó detener prematuramente búsqueda de paz espiritual diaria. En cualquier caso atribuyó la escucha a un lapsus de su oído y se entregó nuevamente a lo que realmente le interesaba.
Tras diez segundos de intensa presión en los párpados, empezó a reconocer aquellos puntos que tan buenos recuerdos y momentos supieron aportarle. Aquella mañana supo de antemano lo que quería presenciar en su “show” de colores y formas. Empezó imaginando una elegante silla, tallada en ébano de estampa señorial e imponente. Al lado apareció una mesita de noche esculpida en marfil, con cajones revestidos en madera de roble con una luz tenue de esas que tantos inolvidables momentos había bañado de intimidad y confidencia.
Celebró en su imaginar el buen rumbo del que hacía gala su itinerario introspectivo, pero sin aviso ni intención por su parte, la luz tenue se apagó y todo quedó oscuro. Soto se molestó y dispuso a abandonar su rutina, cuando impactantemente, la luz reapareció ofreciendo el triple de claridad que en su anterior aparición. Y adivinen quién presidia la silla; la mujer de pamela roja apareció como aparecen los ángeles, desnuda, sin más abrigo que el de la prenda que la caracterizaba, inocente y desprevenida, con una sonrisa cómplice, el mejor desayuno que Soto hubiese sabido imaginar.
En el preciso instante en que los ojos cerrados del sujeto miraban fijamente las esmeraldas que eran los de la mujer, la luz hizo un fallo repentino que dejó la habitación a oscuras durante unas milésimas de segundo. Cuando por fin pudo observar de nuevo a la mujer, un escalofrío acompañado del sudor más helado recorrió su espalda.
La expresión facial de la mujer se había tornado siniestra, digna de la peor pesadilla inventada por una mente. El miedo se apoderó de Soto, que deseó con todas sus fuerzas regresar a la anterior escenificación que tan buen momento le ofreció y olvidarse del grotesco espectáculo que se mostraba ante él. La mirada profunda y tétrica de la mujer gritaba y gemía como si en su interior engendrase el peor dolor entremezclado con tristeza que una criatura hubiese conocido jamás. El sujeto escuchaba sus gritos que poco a poco se iban transformando en un llanto insufrible y desconsolado. Cuando quiso abrir los ojos, el seguimiento de las acciones se erigió en su contra y lo impidió. La mujer sombría abrió lentamente el cajón de la mesita de marfil e introdujo su mano en él. Cuando la extremidad regresó a la claridad, lo hizo acompañada de una Colt 9mm.
Soto se sentía destrozado. Su aventura había llegado hasta extremos que nunca alcanzó a sospechar. Por primera vez, empezaba a dudar de cuán ficticio era el montaje que, presuntamente, había creado su cerebro. La mujer no articuló palabra alguna, pero el llanto retumbaba cada vez con más potencia en la alcoba. Se podía sentir la vibración en las paredes, las ventanas y sobretodo en la cama, sobre la que Soto se mantenía recostado tras haber elegido un cojín como medio de protección ante los actos ajenos; cojín que le tapaba discontinuamente la visión de la tremebunda imagen presenciada.
Cuando ella empezó a caminar apuntándole entre los ojos sintió náuseas inmensamente puntiagudas en su estómago. Intentó por enésima vez escapar de su guión, sin éxito.
Sus pensamientos se vaciaron por completo, apenas quedaban esperanzas de reconducir la situación. Entre gritos de desconsuelo la mujer llegó a su lado y se acomodó con las piernas por fuera de las del sujeto, presionándolas mientras acariciaba la muerte residente en el gatillo de la pistola. El llanto empapó el pijama de aquel hombre y los gritos perforaron sus tímpanos. En el mar de crueldad de su visión no pudo más que ahogarse cuando cerró fuertemente sus párpados ya cerrados y sintió el leve “click” del gatillo y el cañón retrocediendo.
Todo olía a sangre, tal vez por ello no supo descansar en paz.
Así despertó, sin sospechar lo que estaba sucediendo.



David Rebollo Genestar

sábado, 3 de julio de 2010

Para Ruben, por recordarme la existencia de éste cuentito. 



Escrito el jueves, 17 de septiembre de 2009 a las 5:57 


Cuando quise darme cuenta, ya había escapado del bastión de la indiferencia. Era un día lluvioso y frío. El cielo se teñía gris, y el viento balanceaba las palmeras de los jardines. Avancé corriendo por el largo bulevar del odio y la animadversión, sin querer mirar atrás, temiendo que algo o alguien me persiguiese, notando su presencia, escuchando sus pisadas y oliendo su perfume.

Pronto llegué al final, y pude advertir en lo alto de la colina un refugio. Entré sin cavilaciones. Estaba decorado rústicamente, hacía calor y olía a leña quemada. Allí me encontré decenas de personas que, igual que yo, huían de algo que jamás habían visto. El ambiente era cálido y acogedor, pero daba la sensación de que todos los que coincidíamos en él, jamás tendríamos la oportunidad de conocernos los unos a los otros porque estábamos demasiado ocupados intentando conocernos a nosotros mismos.
En la intranquila calma de aquel silencio, alcé mi voz y propuse - ¿Por qué ser prófugos de algo que nunca hemos visto? ¿Por qué ser tránsfugas del alma y no obedecer los dictados del espíritu? La bohemia que se respira en éste refugio es ilustre, pero, ¿de qué os sirve si no salís ahí fuera a buscar la verdadera inspiración, aquella que sólo se encuentra en la desazón de las heridas y el dolor del abandono?

Antes de poder ver sus caras, ya había cruzado de nuevo la puerta de aquél refugio y me dirigía hacia la tristeza, en busca de la  
inspiración suprema… Días más tarde, llegué al puerto de la felicidad, desde donde podía observar, allá en el horizonte aquella tierra que tanto ansiaba pisar. A las dos regiones las separaba un inmenso y profundo mar de hipocresía. Me detuve por un momento, mientras la brisa acariciaba mi cara y observé mi entorno. Había millones de  corazones a mí alrededor. Algunos, mayoritariamente los jóvenes e inocentes, jugaban en los prados de la felicidad, sin preguntarse por qué estaban allí, ni preocuparse por el tiempo que podrían columpiarse en aquellos parques. Siendo sincero, sentí deseos de volver a ser un corazón joven y encajar sin proponérmelo, pero siendo justo conmigo mismo, suspiré hondamente y seguí observando…

Pude ver corazones turistas que sabían que aquella no era su comarca y que fotografiaban todo aquello que les llamaba la atención antes de abandonarla de nuevo. Me reproché a mi mismo no haberlo hecho cuando tuve la oportunidad y seguí girando la cabeza…
También había corazones extranjeros que después de nacer en tierras lejanas a las de la felicidad, emigraron hasta ella y encontraron un corazón con el que compartir residencia y crear una familia. Porque en aquél mundo de sentimientos y emociones, nadie juzgaba ni sentenciaba a nadie por su etnia, color o procedencia, y ninguna frontera emocional era perpetua para ningún corazón.
Finalmente alcancé a ver algunos corazones, que se asomaban a los acantilados donde rompían las olas de aquél bravo mar de hipocresía, dudosos de saltar a él, manteniendo el engaño a ellos mismos, prefiriendo sonreír por fuera y llorar por dentro, temerosos por dejar en aquellas tierras algunos de sus familiares y amigos.
 
Unos minutos más tarde me acerqué hasta una caseta costera y compré mi billete. Lo pedí únicamente de  ida, porque sabía que no volvería de allí a menos que alguien se tomase la molestia de venir a buscarme.
El precio a pagar era el más caro que puede abonar un corazón que busca su tristeza. Debía vagar durante unos días por aquel mar de hipocresía e intentar no naufragar en él. En el fondo de sus aguas observé corazones ahogados por culpa de sus numerosos viajes a uno y otro lado, o hundidos en la desesperación de no lograr alcanzar la tierra feliz, ya que, curiosamente la corriente de aquel mar siempre empujaba hacia la tristeza.
Y ahí estaba yo, navegando emocionalmente 
contracorriente, viendo como los demás corazones se cruzaban conmigo y me señalaban por haber decidido visitar unas montañas alejadas de las aspiraciones mayoritarias.
Tres noches más tarde llegué de nuevo a tierra firme. El faro iluminaba las turbias aguas que me habían mecido hasta aquella playa. Y allí estaba ella, la  
inspiración suprema, esperándome con los brazos abiertos. No pude evitar abalanzarme sobre ella, abrazándola con todas mis fuerzas, prometiendo, entre sollozos, no abandonarla jamás.

Fue entonces, justo cuando más fuerte la estrechaba y más unidos estábamos, cuando,  
sin decir adiós, se esfumó entre mis brazos y desapareció entre la bruma que difuminaba la luna llena.
Caí de rodillas, empapándome de hipocresía y granitos de arena, y entre lloros, eché la vista atrás y me di cuenta de que aquello que todos los huéspedes del refugio sentían que les perseguía, sólo me perseguía a mí. Era aquella enorme  
inconformidad que me esperaba detrás de cada esquina, la misma que me había instigado a no conformarme con un hogar y un plato en la mesa y que no me dejaba detener mi avance hacia nuevos horizontes.

Tal vez sea hora de cruzar de nuevo éste mar, pero en el lado que me encuentro no venden  
 ticket alguno…
Tendré que aprender a nadar…





Foto de Helena Fort Brugat

lunes, 28 de junio de 2010

Dio tres saltitos y se acercó a una miga de pan. 
Confuso, dudó unos instantes hasta que se decidió a picotearla.
Sus hermanos y amigos aplaudieron la valentía del hecho y para celebrarlo empezaron a silbar al unísono honorando al heroico descubridor. 
Sin embargo, el cemento que les envolvía distorsionó la melodía hasta el desafine.
Sin más, se hizo el silencio y una lágrima barnizó el asfalto.
Qué dura y duradera la vida del exiliado.



jueves, 24 de junio de 2010

Todos los bebés lloran cuando son desterrados de su hogar humano. El final de la vida que conocen les llena de dolor, sin ser conscientes del mágico mundo que nace junto a ellos.
Quiero pensar que es lo mismo. Que mi corazón se detendrá pero los pies de mi espíritu no lo harán. Y así lograré vagar descalzo hasta renacer nuevamente sintiendo el dolor de dejar atrás todo esto, pero con la esperanza de encontrar allá el amor que acá me faltó.
Por ello gasto mi existencia en encontrar, dondequiera que sea, un siamés con el que compartir los gastos emocionales de la soledad del caminante que viaja por las vidas en busca de magia.
Tengo un amuleto.

domingo, 20 de junio de 2010

Para Joan y Adriana, quienes más supieron valorar éste escrito...


Dicen que el hombre solitario sabe escuchar el silencio. Sabe entenderlo y responderle. Es su himno. Dicen que dicha persona sólo puede pertenecer a su soledad. Conoce su patria, su lugar en el mundo. Su frontera no es una verja. Su frontera son las personas… es él mismo.

Nadie supo explicarme si la soledad es una elección. Ni tampoco convencerme de que es algo predestinado. Con el tiempo he deducido que el ser solitario está atrapado en un espiral eterno. Rehúye de una soledad que añora. El grado de misantropía que acumula lo mide el deseo que le empuja a rechazar una supuesta dependencia ajena. Pero ésto es lo de siempre… Intentar escapar de una dependencia implica entregarse a otra. El rol solitario es un rol bohemio y filmográfico. Es un rol cómodo e incluso interesante, misterioso. Cuando personas carentes de empatía intentan comprender al solitario, resulta el rechazo, la burla o la justificación típica del inefable incomprendido y loco rechazado por la justa sociedad.

Creo creer que hay varios tipos de soledad. Principalmente, la común y la crónica. La soledad común fue repartida por todo el mundo, a todos los estamentos, nadie se salva. Es la soledad fruto de los sentimientos y de las emociones. Es una soledad cutánea y empírica. Pero cuando se convierte en algo irreversible, cuando se cae en las agridulces garras de la necesidad, entonces se comprende que nada podrá curar los síntomas de tal patología.
La interpretación es un buen antibiótico. Desde que tuve uso de razón hasta hoy, tuve tiempo de darme cuenta de que este lugar está plagado de actores; actores que estrenan sus obras cada mañana y aún así nunca bajan el telón. Malos histriones, y lo que es peor, pésimos guionistas.
Soy de la opinión de que cuando mejor puede hacer su trabajo un actor es cuando nadie sabe que está trabajando. Todo lo demás son farsas pactadas entre público y comediante. Yo nací con la capacidad de abstracción bastante desarrollada. Sé entender a las personas, por mucho que me cueste analizarlas. De la misma forma, sé reconocer al bufón, al intérprete, aunque no use tal capacidad para ajusticiarles o para intentar convertir sus vidas en algo más que un guión. No me creo en el derecho de llevar a cabo tan contundentes acciones. Son gente fácil.
Pero el solitario es la viva paradoja de la complicación que encierra la simpleza más banal. Nadie es capaz de fingir la soledad. Nadie puede actuar la soledad para él mismo y olvidar que escenifica una mentira. Esa es la magia de esto; no existe el autoengaño. El ser solitario sabe que lo es, y el ser dubitativo es subliminalmente consciente de que no alcanzó el grado de misticismo necesario para entregarse a la nada, al vacío que deja la compañía de la sombra.

Puede parecer una elección difícil, pero lo más probable es que no sea una elección. A nadie debería preocuparle la soledad, porque es algo que no se puede ver, oler o degustar. No se puede buscar, ni escapar de su encuentro.
Aunque eso sí, se puede escuchar…

La respuesta está en el silencio.


Por David Rebollo
21 de Diciembre de 2009

Film "The Silence" 1963


sábado, 19 de junio de 2010

"Para Laura, quién más difusión otorgó a ésta prosa"



Cada día, despego mis párpados por primera vez y lloro, con o sin lágrimas.
La luz me deslumbra, y me levanto de la cama abandonando mi posición fetal.
Cada mañana gateo hasta que aprendo a caminar, me dirijo a la ducha y a la nevera,
a lavar mis manos, mi cara y mi espíritu, a masticar los alimentos y los problemas.

Cada día tengo que aprender a sonreír. Renazco inocente, así que durante el día debo aprender a tratar a la gente como alguien que perdió su inocencia, tengo que esforzarme en perder mi imaginación y mi ilusión por cada nuevo descubrimiento, intento disimular mis sueños imposibles, mis pataletas infantiles y mi amor unidireccional.

Tal vez por ello sufro tanto. No pretendo que me entiendan, pero me sentiría mejor si supiese quién renace de la misma forma que yo, o por lo menos, supiese de dónde renazco...
Me resulta demasiado paradójico el hecho de nacer sólo y ser consciente de ello.

Posiblemente preferiría no saber que mañana renaceré de nuevo, porque renacer cada día, implica morir cada noche, y así estoy, escribiéndote éste epitafio mientras muero una noche más, esperando que algún día quieras renacer a mi lado.


Mañana será otro
día.


Mañana será otra
vida.




Por David Rebollo
El Lunes, 14 de septiembre de 2009


"El hombre de Vitruvio" de Leonardo da Vinci

miércoles, 16 de junio de 2010


-¿Me estás mirando los pechos?- gritó indignada, tapándose apresuradamente su sugerente y llamativo escote. Pero a veces la mentira requiere demasiado esfuerzo.

Así es la vida, una sucesión de serpientes y manzanas.




(Absurdas leyes que en ningún caso protegen al ciudadano, frutos del marketing y el business. Hoy por hoy, sabemos que la manzana está envenenada, hemos aprendido a oler el peligro y el dolor. La libertad de escribirlo, es la prohibición de probarla. La libertad no es una estatua en Manhattan. Es una manzana en el edén.)

lunes, 14 de junio de 2010

Ni amigos, ni amores, ni familia.
La fidelidad se encuentra en el vacío.
Soledad me espera.



Todas las criaturas de éste mundo mueren solas
"Abuela muerte; Donnie Darko"

sábado, 12 de junio de 2010


Son labios melancólicos oliendo frutas prohibidas,
o añoranzas de un recién nacido.
Fosa común de soñadores. Horizonte incoloro.
Cohete subterráneo huyendo del inframundo.
Minos en un laberinto de paredes acolchadas.
Genios leyendo una sopa de letras.
Caminantes amnésicos en rutas inolvidables.
Café en vaso, con dos de azúcar. Lectura.
Extranjeros sin patria. Wolfang Amadeus.





Suena una nota, suena una gota; una palabra, un grito, un murmullo. ¿Cuánto hará que no existe el silencio? Y no hablo del silencio tenso de una discusión, o del silencio circunstancial de una sala de espera, no. Hablo de un silencio absoluto, un silencio etéreo, omnipotente.
Nadie supo describirlo aún, nadie lo oyó y volvió para explicárnoslo.
Vaya donde vaya, escucho mis latidos.
Escucho la sangre bombeada, el estómago gruñendo, las obras en mi mente.
Llegué gritando de dolor y me iré de la misma forma, pero los ilusorios silencios intermedios son los que más me ensordecen.
Hasta en el folio en blanco escucho una voz que susurra.

viernes, 11 de junio de 2010


Se trataba de un hombre anormal y una mujer poco corriente. Ambos sabían que sólo les separaba una puerta. Cuando sus orejas rozaban la madera eran capaces de oír con claridad la respiración ajena y así se conocían, pero el misterioso clausurar de la puerta impedía la escucha de gritos, golpes o susurros. Sin embargo, se les podía definir como la prosopopeya del miedo. El tiempo pasaba y ninguno se decidía a dar el paso. Temían llegar pronto a la vida del ser adyacente, y con ello deshacer todas las esperanzas que la tediosa espera estaba suscitando. ¿Cuánto podían llevar ahí? Una semana era ridículamente escasa; un mes era demasiado poco; un año era mucho arriesgar; una década no aseguraba nada. Y así pasó el tiempo (por lo menos en su espíritu) hasta que un amago de impaciencia hizo mella en aquel hombre alto.

Antes de decidirse, meditó concienzudamente las desventajas del riesgo que asumiría. Creyó barajar todas las hipótesis posibles antes de cometer tal atrevimiento. Tanto cavilar en una posible repercusión negativa le hizo dudar del grado de corrección de su tentativa, pero las noches sin escuchar el gritar silencioso de la respiración femenina en la habitación contigua le hacían presagiar que no podía perder más tiempo. De esta forma su brazo empezó a temblar, y su mente a saturarse: ¿Y si después de tanto tiempo, la puerta estaba cerrada?, ¿Y si en la habitación de la mujer había dos puertas y algún apuesto poeta había abierto la alternativa? ¿Y si la mujer no fuera quién él esperaba o él no lo fuese para ella? Estaba tan desorientado que llegó a pensar en la remota posibilidad de que ella no existiese realmente. Que la alcoba contigua fuese una dimensión paralela, algo parecido a un espejo sensorial. Antes de que en su cabeza resonase el quinto “y si…” su mano ya había rodeado el pomo caoba. Empezó a girarlo más rápido de lo hubiese querido, demasiado rápido, como las agujas de un reloj de arena.

Cuando el cierre hermético se deshizo, un olor putrefacto irrumpió en la escena. El nerviosismo se transformo en pavor, pero no pudo evitar saciar su apetito curioso. Lentamente el constante crujir de la puerta puso banda sonora involuntaria a aquel tétrico suceso. El lugar se mostraba vacío pero una pestilencia insufrible se erigía desde debajo de una cama lúgubre. El hombre se agachó con el alma temblando y sus ojos visionaron algo inimaginable, y consecuentemente, muy difícil de describir. Era un fotograma imposible, como si se tratase del descubrimiento de un color hasta ahora desconocido… Pues bien, el color era lóbrego: un cadáver con un escaso pelo rubio extremadamente seco se mostraba descompuesto en posición fetal y con una expresión facial de pánico inmenso. Sus uñas presionaban sus pies, como los de un niño con miedo a la oscuridad en una noche de tormenta. El estómago del hombre no fue capaz de digerir aquella sensación. Fue entonces cuando se giró hacia la puerta mirando a sus pies y el suelo se empezó a llenar de bilis. Cuando después de un largo rato, sintió aliviado su ahogo físico, pensó en hacer lo más lógico: volver a su habitación, cerrar la puerta y no volver jamás a ese infierno de sensaciones.

Instantáneamente levantó la cabeza y miró hacia la puerta. Lo que en ella observó le congeló el corazón. No existía pomo en aquel lado. Las paredes no eran más que rejas. Había sido el carcelero de aquel cadáver durante tantísimo tiempo que, sin saberlo, lo había condenado a la peor de las muertes, la soledad perpetua. Su corazón latía a ritmo frenético. Se apresuró en cerrar la puerta, e intentando relajarse se tumbó encima de la cama y miró hacia la puerta. La contradicción existencial le aseguró haber elegido la estancia acertada. Ahora creía estar a salvo y se sentía seguro, aún sabiendo que había un cadáver descompuesto en su misma posición debajo de él. Su ahogo espiritual acababa de empezar.
Yermo.

jueves, 10 de junio de 2010


"Redacté ésta metamorfosis textual con el convencimiento subjetivo de que el hombre es por norma, mucho más monstruoso que el insecto, y de que ninguna cucaracha querría despertar convertida en ser humano."

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso humano. Estaba tumbado sobre su espalda fláccida, sustentada por un puntal vertebrado y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre llano, rosáceo, unificado, en el cuál se distinguía una especie de cráter anatómico circular y poco profundo a la altura abdominal. Sus escasas piernas, ridículamente grandes en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.

Cada noche concilio el sueño temeroso de despertar transformado en tan horrible criatura. Los cánones ya no son lo que eran, eso desde luego.



Totalmente recomendable "La metamorfosis" de Franz Kafka
Puedes leerla en:


miércoles, 9 de junio de 2010


Ninguna de las presentes sintió compasión por la muerte de su compañera.
El sentimiento de empatía les abordaba con tal voracidad que fueron incapaces de apiadarse por tan desalmado suceder. En aquel preciso momento, miles de fraternales nacían en un cielo esponjoso, tan blanco como negro, cuna de formas y olores jamás conocidos por los mortales. Dicho paraje era las antípodas perpetuas e inamovibles de cualquier otro sitio que pudiera señalar un dedo en un mapa, un edén sinestésico difícil de imaginar.
Nacían para caminar. Tenían un camino ya estipulado desde su génesis.
Durante el descenso vital, se bautizaban a ellas mismas, acariciando sus cuerpos húmedos y uniéndose sin apenas rozarse. El frío coloreaba su trayecto.
Muchas exclamaron, sin detenerse a cavilar con perspectiva, ser víctimas inmerecidas de la eterna injusticia gravitatoria. Sin embargo, no hubo tiempo para funerales. Sus semejantes se desplomaban, una tras otra. Fallecían en silencio. Apenas eran capaces de evocar un tímido suspiro perentorio como cualquier paciente terminal ingresado en el clínico, apenándose de que su vida entera se exhiba ante sus ojos y no entre sus manos, por no tener la posibilidad de abrazar y aferrarse a los mejores minutos (en caso de fortunio, años) de su existencia.
Y mientras yo escribo no paran de perecer. Puedo verlas desde aquí, y concentrando mi atención sensorial (que, dicho sea de paso, es escasa y desfocalizada) me siento capaz de oler el aroma de sus últimas treguas.
Si bien he comentado que su gritar individual apenas fue audible, no es justo eludir que colectivamente formaban un sollozo desgarrador e inaudito, capaz de crear con una facilidad asombrosa emociones compasivas en las vísceras ajenas.
De ésta forma me decidí a contar su historia, una crónica asiduamente olvidada.
Hasta que el sol las eleve de nuevo, han encontrado su paz.
Allí donde nacen las flores, allí donde mueren las huellas.



Al sur del alma
Descargable en:


martes, 8 de junio de 2010


El cromatismo volvió a cambiar.
Su mirada era marítima. Ofrecía aquella sensación de profundidad que sólo ofrecen infinitos azules y transparentes como el cielo acariciando el horizonte o las lágrimas llenando un vaso.

De entre la arena que abrigaba el fondo de aquel océano brotaron profusas algas, alimentadas por una tristeza fortuita e infundada.
El verde autótrofo de los organismos, comenzó a rodear a la piedra negra que regía la hondura inconcebible de sus aguas. El nuevo matiz abrazó con tal esmero a aquel ónix solitario que la misantropía engendrada en su porte cristalino se evaporó adyacente a los afluentes que fueron sus lloros, los cuales, algunos minutos antes, habían fundado un valle paradisíaco en sus mejillas incólumes.
Todavía llovía cuando salió el sol en su iris. Y todo esto sin dejar de nadar en ella.

La enamorada de Baudelaire


 

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