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martes, 30 de julio de 2013


Alguien la está soñando, desarraigándola de algún presente. Ella comprende y desafina su caos, lo cual la convierte en el cosmos; y viaja si la nombran... 
Hay quien piensa que Andrómeda es un ejército. Dicen haberla visto simultáneamente en tres amaneceres distintos. Y si bien es plausible la infinidad de los ocasos, no así la de sus apariciones, pues no es su nombre sino el propio infinito. En su pestañeo se esconden las eternidades y olvidos, los colores que no existen. Los humanos están equivocados, todavía no la conocen. 
Pero la aman. La aman enloquecidamente, dejándose rebosar los corazones en el presagio de su fantasía. La rutina de su nado les empuja a confundir los lagos y las bahías, y a todo extirpa sus dimensiones, lo retorna tintado de un colmado nihilismo, hueco de tiempo y espacio. Proyecta el camino en la medida que lo constituye y nunca acepta un consejo. Andrómeda es la madre. Un compendio de todas las mujeres que volaron en la tierra. Y esta es la crónica del hombre que intentó besarla en nombre y boca de Adán, y resultó fundido en su rechazo, deshelado gota a grano. Pues su amor ingrávido no nos pertenecía. Y qué poesía ajusticiada la nuestra: Andrómeda también tenía su Andrómeda. 
De todos los planetas que desconocía se fue a enamorar de Saturno. 
¡Qué hermosa y terrible paradoja, querido lector!


David Rebollo

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