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martes, 19 de octubre de 2010
lunes, 26 de julio de 2010
- Señor, ¿por qué repartieron tanto orgullo? ¿Y por qué tan poca libertad?
¿Por qué tanto hambre y escasa solidaridad?
El rector extrañado trató de elaborar una respuesta que de bien seguro convencería al cronopio. - Verás amigo, todos los elementos del mundo a los que el humano alcanza se rigen por una ley que no está escrita, pero hace con ellos los balances justos: la ley de la oferta y la demanda. Así pues, si por ejemplo, la libertad tuviese mucha demanda, lo justo sería subir su precio.
El cronopio miró extrañado, como sin comprender una sola palabra de lo que el rector le exponía - Y digo yo, señor rector, ¿no sería más justo repartir todos los derechos que nos quedan y dejar de traficar con amor? - El rector frunció el ceño y giró la cabeza mientras murmuraba entre dientes: "otro comunista...".
David Rebollo Genestar
miércoles, 21 de julio de 2010
miércoles, 14 de julio de 2010
Entregarse en cuerpo y alma a la transformación que otra persona pueda provocar en nosotros, y de la misma forma, aceptar con responsabilidad el rol de artesano que se nos otorga al amar, incluyendo la oportunidad de moldear con libertad el espíritu que nos abraza desprotegido.
Ya lo dijo Cortázar en Monmartre;
lunes, 5 de julio de 2010
David Rebollo Genestar
sábado, 3 de julio de 2010
Escrito el jueves, 17 de septiembre de 2009 a las 5:57
Cuando quise darme cuenta, ya había escapado del bastión de la indiferencia. Era un día lluvioso y frío. El cielo se teñía gris, y el viento balanceaba las palmeras de los jardines. Avancé corriendo por el largo bulevar del odio y la animadversión, sin querer mirar atrás, temiendo que algo o alguien me persiguiese, notando su presencia, escuchando sus pisadas y oliendo su perfume.
Pronto llegué al final, y pude advertir en lo alto de la colina un refugio. Entré sin cavilaciones. Estaba decorado rústicamente, hacía calor y olía a leña quemada. Allí me encontré decenas de personas que, igual que yo, huían de algo que jamás habían visto. El ambiente era cálido y acogedor, pero daba la sensación de que todos los que coincidíamos en él, jamás tendríamos la oportunidad de conocernos los unos a los otros porque estábamos demasiado ocupados intentando conocernos a nosotros mismos.
En la intranquila calma de aquel silencio, alcé mi voz y propuse - ¿Por qué ser prófugos de algo que nunca hemos visto? ¿Por qué ser tránsfugas del alma y no obedecer los dictados del espíritu? La bohemia que se respira en éste refugio es ilustre, pero, ¿de qué os sirve si no salís ahí fuera a buscar la verdadera inspiración, aquella que sólo se encuentra en la desazón de las heridas y el dolor del abandono?
Antes de poder ver sus caras, ya había cruzado de nuevo la puerta de aquél refugio y me dirigía hacia la tristeza, en busca de la inspiración suprema… Días más tarde, llegué al puerto de la felicidad, desde donde podía observar, allá en el horizonte aquella tierra que tanto ansiaba pisar. A las dos regiones las separaba un inmenso y profundo mar de hipocresía. Me detuve por un momento, mientras la brisa acariciaba mi cara y observé mi entorno. Había millones de corazones a mí alrededor. Algunos, mayoritariamente los jóvenes e inocentes, jugaban en los prados de la felicidad, sin preguntarse por qué estaban allí, ni preocuparse por el tiempo que podrían columpiarse en aquellos parques. Siendo sincero, sentí deseos de volver a ser un corazón joven y encajar sin proponérmelo, pero siendo justo conmigo mismo, suspiré hondamente y seguí observando…
Pude ver corazones turistas que sabían que aquella no era su comarca y que fotografiaban todo aquello que les llamaba la atención antes de abandonarla de nuevo. Me reproché a mi mismo no haberlo hecho cuando tuve la oportunidad y seguí girando la cabeza…
También había corazones extranjeros que después de nacer en tierras lejanas a las de la felicidad, emigraron hasta ella y encontraron un corazón con el que compartir residencia y crear una familia. Porque en aquél mundo de sentimientos y emociones, nadie juzgaba ni sentenciaba a nadie por su etnia, color o procedencia, y ninguna frontera emocional era perpetua para ningún corazón.
Finalmente alcancé a ver algunos corazones, que se asomaban a los acantilados donde rompían las olas de aquél bravo mar de hipocresía, dudosos de saltar a él, manteniendo el engaño a ellos mismos, prefiriendo sonreír por fuera y llorar por dentro, temerosos por dejar en aquellas tierras algunos de sus familiares y amigos.
El precio a pagar era el más caro que puede abonar un corazón que busca su tristeza. Debía vagar durante unos días por aquel mar de hipocresía e intentar no naufragar en él. En el fondo de sus aguas observé corazones ahogados por culpa de sus numerosos viajes a uno y otro lado, o hundidos en la desesperación de no lograr alcanzar la tierra feliz, ya que, curiosamente la corriente de aquel mar siempre empujaba hacia la tristeza.
Y ahí estaba yo, navegando emocionalmente contracorriente, viendo como los demás corazones se cruzaban conmigo y me señalaban por haber decidido visitar unas montañas alejadas de las aspiraciones mayoritarias.
Tres noches más tarde llegué de nuevo a tierra firme. El faro iluminaba las turbias aguas que me habían mecido hasta aquella playa. Y allí estaba ella, la inspiración suprema, esperándome con los brazos abiertos. No pude evitar abalanzarme sobre ella, abrazándola con todas mis fuerzas, prometiendo, entre sollozos, no abandonarla jamás.
Fue entonces, justo cuando más fuerte la estrechaba y más unidos estábamos, cuando, sin decir adiós, se esfumó entre mis brazos y desapareció entre la bruma que difuminaba la luna llena.
Caí de rodillas, empapándome de hipocresía y granitos de arena, y entre lloros, eché la vista atrás y me di cuenta de que aquello que todos los huéspedes del refugio sentían que les perseguía, sólo me perseguía a mí. Era aquella enorme inconformidad que me esperaba detrás de cada esquina, la misma que me había instigado a no conformarme con un hogar y un plato en la mesa y que no me dejaba detener mi avance hacia nuevos horizontes.
Tal vez sea hora de cruzar de nuevo éste mar, pero en el lado que me encuentro no venden ticket alguno…
Tendré que aprender a nadar…
lunes, 28 de junio de 2010
Sin embargo, el cemento que les envolvía distorsionó la melodía hasta el desafine.
jueves, 24 de junio de 2010
domingo, 20 de junio de 2010
sábado, 19 de junio de 2010
La luz me deslumbra, y me levanto de la cama abandonando mi posición fetal.
Cada mañana gateo hasta que aprendo a caminar, me dirijo a la ducha y a la nevera,
Cada día tengo que aprender a sonreír. Renazco inocente, así que durante el día debo aprender a tratar a la gente como alguien que perdió su inocencia, tengo que esforzarme en perder mi imaginación y mi ilusión por cada nuevo descubrimiento, intento disimular mis sueños imposibles, mis pataletas infantiles y mi amor unidireccional.
Tal vez por ello sufro tanto. No pretendo que me entiendan, pero me sentiría mejor si supiese quién renace de la misma forma que yo, o por lo menos, supiese de dónde renazco...
Posiblemente preferiría no saber que mañana renaceré de nuevo, porque renacer cada día, implica morir cada noche, y así estoy, escribiéndote éste epitafio mientras muero una noche más, esperando que algún día quieras renacer a mi lado.
Mañana será otro día.
Mañana será otra vida.
miércoles, 16 de junio de 2010

lunes, 14 de junio de 2010
sábado, 12 de junio de 2010


viernes, 11 de junio de 2010

Se trataba de un hombre anormal y una mujer poco corriente. Ambos sabían que sólo les separaba una puerta. Cuando sus orejas rozaban la madera eran capaces de oír con claridad la respiración ajena y así se conocían, pero el misterioso clausurar de la puerta impedía la escucha de gritos, golpes o susurros. Sin embargo, se les podía definir como la prosopopeya del miedo. El tiempo pasaba y ninguno se decidía a dar el paso. Temían llegar pronto a la vida del ser adyacente, y con ello deshacer todas las esperanzas que la tediosa espera estaba suscitando. ¿Cuánto podían llevar ahí? Una semana era ridículamente escasa; un mes era demasiado poco; un año era mucho arriesgar; una década no aseguraba nada. Y así pasó el tiempo (por lo menos en su espíritu) hasta que un amago de impaciencia hizo mella en aquel hombre alto.
Antes de decidirse, meditó concienzudamente las desventajas del riesgo que asumiría. Creyó barajar todas las hipótesis posibles antes de cometer tal atrevimiento. Tanto cavilar en una posible repercusión negativa le hizo dudar del grado de corrección de su tentativa, pero las noches sin escuchar el gritar silencioso de la respiración femenina en la habitación contigua le hacían presagiar que no podía perder más tiempo. De esta forma su brazo empezó a temblar, y su mente a saturarse: ¿Y si después de tanto tiempo, la puerta estaba cerrada?, ¿Y si en la habitación de la mujer había dos puertas y algún apuesto poeta había abierto la alternativa? ¿Y si la mujer no fuera quién él esperaba o él no lo fuese para ella? Estaba tan desorientado que llegó a pensar en la remota posibilidad de que ella no existiese realmente. Que la alcoba contigua fuese una dimensión paralela, algo parecido a un espejo sensorial. Antes de que en su cabeza resonase el quinto “y si…” su mano ya había rodeado el pomo caoba. Empezó a girarlo más rápido de lo hubiese querido, demasiado rápido, como las agujas de un reloj de arena.
Cuando el cierre hermético se deshizo, un olor putrefacto irrumpió en la escena. El nerviosismo se transformo en pavor, pero no pudo evitar saciar su apetito curioso. Lentamente el constante crujir de la puerta puso banda sonora involuntaria a aquel tétrico suceso. El lugar se mostraba vacío pero una pestilencia insufrible se erigía desde debajo de una cama lúgubre. El hombre se agachó con el alma temblando y sus ojos visionaron algo inimaginable, y consecuentemente, muy difícil de describir. Era un fotograma imposible, como si se tratase del descubrimiento de un color hasta ahora desconocido… Pues bien, el color era lóbrego: un cadáver con un escaso pelo rubio extremadamente seco se mostraba descompuesto en posición fetal y con una expresión facial de pánico inmenso. Sus uñas presionaban sus pies, como los de un niño con miedo a la oscuridad en una noche de tormenta. El estómago del hombre no fue capaz de digerir aquella sensación. Fue entonces cuando se giró hacia la puerta mirando a sus pies y el suelo se empezó a llenar de bilis. Cuando después de un largo rato, sintió aliviado su ahogo físico, pensó en hacer lo más lógico: volver a su habitación, cerrar la puerta y no volver jamás a ese infierno de sensaciones.
jueves, 10 de junio de 2010

miércoles, 9 de junio de 2010
